martes, 19 de mayo de 2015

La Gran Manzana

Cosmopolita,  llena de vida, una ciudad en constante movimiento. Uno de los principales centros mundiales de economía y finanzas y considerada una de las 3 capitales de la moda, New York es una ciudad que atrapa al instante por su belleza física, arquitectónica y natural.

“La gran manzana”, “La ciudad que nunca duerme”, frases tan ilustrativas como significativas, definen a la perfección a este conglomerado humano y edilicio en continuo ajetreo diario.

En contraste con ciudades tan apacibles como mi pequeño Montevideo natal, el movimiento constante en sus calles, da la sensación de que la gran ciudad gira a una velocidad que supera a la del mismo globo en que nos sostenemos.

Así de prisa y así de bella aún, fascina con su altura y rascacielos, sus ríos y el contraste del sosiego de un parque que aparece como un portal a la tranquilidad, altar a la belleza natural y desahogo para aquellos que quieren escapar, aunque más no sea por un instante, de aquel mundo que vive su vida con tanto apremio.






A orillas del Pacífico

Encanto natural y arquitectónico, bañada a orillas del Pacífico se levanta Ciudad de Lima. Con su magia y la calidez de sus habitantes logra fascinar desde el comienzo. Su arquitectura milenaria, sus calles llenas de historia y una gastronomía tan variada como su gente, invita a recorrer cada rincón y descubrir cada uno de sus misterios.

Desde los paisajes más humildes a los barrios más adornados, se recoge la sonrisa amable de quienes hacen su vida en aquella populosa ciudad como de aquellos curiosos que caen bajo el hechizo de una ciudad tan alegre como vivaz.

Su clima subtropical, fresco, desértico y húmedo a la vez, permite el disfrute total de cada paseo. Ideal para quienes acostumbrados a las inclemencias del tiempo encontramos que todos los días son el día perfecto para conocer un nuevo escenario, y más aún para quienes buscamos capturar aquella imagen que logre encerrar todo el encanto de aquella magnífica ciudad.

Al recorrer sus calles no es extraño encontrar la simpatía del locatario deseoso de dar a conocer su singular cultura. Dejarse llevar por aquella amable sencillez y grandeza de espíritu lleva siempre a descubrir lugares, gente y paisajes que de otra forma permanecerían escondidas al apresurado ojo del turista inexperto.




viernes, 15 de mayo de 2015

El hombre y su equipaje

El hombre emprendió su viaje colmado de expectativas. Un porvenir tan incierto como excitante se vislumbraba en el horizonte.  Con un largo camino por delante y lleno de curiosidad,  preparó su maleta cargada hasta el tope de metas y proyectos. Tan cargada iba que casi no cerraba, y así apretando un poco por acá y presionando otro poco por allá, tomó su maleta y un paso tras otro su camino empezaba a dibujarse.

La pesada maleta parecía llevar todo lo necesario para afrontar los baches y curvas del camino, mas por las dudas, y para que nada pudiera faltar, agregó, sin titubear,  algunos planes y sueños.
Aún más pesada su carga, y tan preocupado porque nadie pudiera llevarse algo de su valioso contenido, se olvidó de disfrutar de los bellos paisajes que el camino le ofrecía, de aquellos bellos momentos que el tiempo solo deja pasar de a uno por vez o de aquellas hermosas personas que solamente pasan a nuestro lado para dejar su marca.

Cansado y agobiado no tuvo más opción que dejar algún proyecto por el camino para alivianar su carga y así continuar su viaje. Un poco más adelante tuvo que dejar ir un par de planes y alguna meta, de aquellas que parecen más lejanas.

Siguió así su camino, con su maleta tan cargada que hasta a sus pies hacía difícil pasar por sobre las piedras del camino, con las cuales tropezaba una que otra vez. Con el cansancio de los años los proyectos más cercanos se alejaron y aquellos lejanos se hicieron inalcanzables, y así alivianó aún más su carga dejándolos por el camino.

A más de medio camino transitado, la fatiga de los años le hicieron sentir aún más el peso de su carga y los tropiezos se hicieron más frecuentes. Pero al abrir la maleta notó que ya estaba casi vacía. A no ser por unos cuantos gramos de esperanzas y algún sueño perdido que quedaban escondidas muy al fondo de su ahora malgastada maleta, todos aquellos planes y proyectos forjados y planeados para una vida eterna en un mundo finito, quedaron en el camino que tan de prisa había quedado por detrás

Sentado a la orilla del camino comprendió entonces que no existe fuerza humana que decida las metas y proyectos que el futuro nos guarda. Una frase entonces, hizo eco en su memoria, como viniendo desde muy lejos, de labios de una de aquellas personas que alguna vez pasó a su lado y su oído no quiso escuchar a su tiempo. “Deja en Dios todas tus cargas y angustias, porque solo él tiene cuidado de ti”.

Solo entonces comprendió cuánto más fácil hubiera sido transitar por aquel camino sin toda aquella pesada carga. Comprendió que solo Dios era dueño de sus planes, sueños y proyectos, y que solamente hacía falta dejarlos a su cuidado para disfrutar del viaje y del paisaje. Disfruta del camino,  Él es el único que conoce las curvas que este camino de vivir nos depara, conoce cada piedra que nos hace tropezar, y aún así nos sostiene desde antes para evitarnos la caída. “Entrégale tus cargas al Señor, y Él cuidará de ti; no permitirá que los justos tropiecen y caigan.” (Salmos 55:22). Sueña con la fe suficiente de que Dios es el único que vuelve realidad lo imposible.

“En paz me acostaré, y asimismo dormiré; Porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado.” Salmos 4:8



El pastor y las ovejas

Todos los días y sin faltar uno, el pastorcillo paseaba sus ovejas por el campo y cuidaba de ellas. Una por una las contaba para asegurarse que ninguna le faltara. Al salir y al llegar las contaba: 100 ovejas, ni una más, ni una menos. Tanto las amaba que de a una las llamaba y a cada una por su nombre conocía.

Aquella mañana no fue diferente, el pastorillo contó sus ovejas: 100 ovejas que juntas salieron al prado a pasear y pastar. Como cada día una a una las contó, y así alegres caminaron y jugaron y corrieron hasta que la tarde escondió al sol en el horizonte.

Pero algo no estaba bien de regreso a casa, y el pastorcillo lo sabía. Conto una y otra vez y 99 ovejas volvió a contar. Muy preocupado puso a las ovejas a resguardo y corriendo salió a buscar a la que se había perdido. Caminó y caminó; por las praderas y los montes, subió y bajó, y no descansó hasta que finalmente la encontró. ¡Qué alegría! De un salto corrió a su encuentro y con fuerza la abrazó y la cargo en sus hombros de regreso al rebaño.

La fiesta duró por horas. Celebraron todos juntos con amigos y vecinos por aquella ovejita que triste y perdida, ahora ya estaba con toda su familia una vez más. Celebraron alegres la bondad de aquel pastor que no cedió al cansancio.

Así como este pastorcillo que con amor y esmero cuidó de cada una de sus ovejas, Jesús nos cuida cada día. Día tras día, sin sueño y sin cansancio. Como sus ovejas, nos conoce a cada uno. Por nombre nos eligió, y cada vez que descuidadamente nos perdemos, con esmero nos busca hasta encontrarnos; y hay gran fiesta en el cielo por cada vez que Jesús nos trae a casa de vuelta en sus brazos.